Crónicas veraniegas
El debut editorial del Dr. Óscar Winston López fue un éxito repentino, tras ello publicó un libro contando sus experiencias y sensaciones durante sus viajes por el norte argentino y más adelante una recopilación de cuentos cortos y relatos de ficción. Estas dos últimas publicaciones vendieron menos de lo esperado, sin embargo, su último trabajo, "El Rock no morirá", volvió a colocarlo entre los escritores más populares del país.
A pesar de ser una figura pública desde hace algunos años, el Dr. López sigue vacacionando en Argentina, recorriendo parajes, hoteles, campings y playas públicas. Todo aquel que lo conoce sabe que es una persona amable y locuaz, siempre dispuesto a dar una mano y a prestar el oído. En cada uno de estos viajes toma notas de sus vivencias y, como ya hizo con el libro sobre sus viajes al norte argentino, hoy está culminando una recopilación de relatos sobre sus últimas vacaciones en la costa atlántica argentina. Generosamente, el Dr. López nos ha entregado copias de sus apuntes realizados en un cuaderno, a orillas del mar, y por tal motivo, hoy estamos en condiciones de adelantar algunos de sus capítulos.
"Superpanchos e ignorancia"
Al volver del mar, mi vecino de sombrilla me ofreció un mate, estaba mirando un canal de noticias en su celular. Aparece una notera entrevistando a un vendedor de panchos en la playa: "¿Qué estás escuchando, qué es, un rock?", le pregunta mientras suena Cotton Fields de Creedence Clearwater Revival, y luego lo invitó a bailar ese rock desconocido para ella.
El panchero desestimó la invitación aduciendo que estaba operado de una pierna. Le habian puesto una prótesis, señaló, y mostró la extensa cicatriz que surcaba su rodilla izquierda.
"¿Cómo viene la venta este verano?", cambió de tema la notera quedándose con las ganas de bailar, y quizás lamentándose que no esté sonando "El tema del verano" o algún hit pegadizo de la playlist de "Lo mejor del año".
"Bien, bien. No como los años anteriores, pero se vende. Igual no queda otra, hay que seguir perseverando", contestó el vendedor de panchos, casi como un futbolista al final del partido en el que su equipo no consiguió un buen resultado y arriesga a decir "Lo bueno es que cada domimgo tenemos revancha. Hay que seguir trabajando".
La charla después transcurrió sobre el precio de los superpanchos, si se podía pagar en efectivo, con tarjeta y QR, y la variedad de aderezos, los clásicos y las novedades para los paladares argentinos: Picante suave y hot.
-Más allá de la comparación futbolera, y la obviedad de que cada vez que gobiernan quienes ajustan al pueblo, hay menos consumo y menos trabajo, cabe señalar otro aspecto de esta nota periodística en la costa atlántica. Y no se trata de exigir aquí que todo aquel o aquella que esgrima un micrófono sea "especialista en de todo", pero sería valioso que al menos manejaran un mínimo de cultura general-, le dije a mi vecino de sombrilla ofreciéndole un bizcocho agridulce.
-Lo que pasa es que ponen a una minita linda o a un flaco canchero para preguntar y decir cualquier cosa- explicó levantando los hombros enrojecidos-. Total es verano y a los televidentes no les importa nada.
-Es verdad -concidí con su afirmación-. Sin embargo, sé que este no es momento ni lugar para ponernos en jueces o fiscales del periodismo que sale a la caza de una "nota de color", pero es menester advertir que de esta manera es imposible dar la batalla cultural desde la ignorancia y lograr un efecto positivo.
-¿Querés que cambie? -consultó mi vecino de sombrilla mirándome por encima de los anteojos "para ver de cerca"- ¿pongo un canal de deportes y vemos cómo viene el mercado de pases?
-Sí, estaría bueno conocer las incorporaciones de Defensores de Cambaceres -dije guiñandole un ojo-. No, mejor dejá todo como está y sigamos viendo este canal. A lo mejor, en un rato, hablan de otra cosa, de algún tema relevante y de suma importancia. No sea cosa que nos perdamos las desventuras y andanzas de Wanda, Icardi y la China.
"Niños perdidos"
"No me aplaudían así desde que me había perdido en la playa cuando era chico", solemos decir los que muy esporádicamente recibimos una demostración de afecto por parte del público presente. En eso pensaba cuando el estridente silbato del guardavidas y las palmas de los veraneantes me despertaron por segunda vez, mientras intentaba dormir la siesta en la reposera de plástico, bajo la sombrilla.
Entre tanto, llegué a la conclusión que dicho accionar de los guardavidas no era otra cosa que un arreglo, un acuerdo con los vendedores ambulantes para mantener despiertos a los turistas, untados de protección solar, con el único fin de incitarlos a comprar los productos que ellos efrecen a grito pelado.
¿Qué ganan los guardavidas con esto? Simple. Recibir gratis los churros, cubanitos, garrapiñadas y bebidas varias. ¿Acaso alguien vio a un gurdavidas sacando plata del bolsillo del short rojo mojado alguna vez? Es más, ¿Alguien vio a un guardavidas en la fila de un cajero automático, en el almacén o en el supermercado? Claro que no. Siempre están haciendo su labor, rescatando a un bañista en problemas o conversando y sonriendo amablemente con alguna agraciada señorita.
-Para mí, todo este asunto de los niños perdidos en la playa es puro teatro, está todo armado -me dice el vecino de la sombrilla verde y blanca mientras abre un paquete de bizcochos Don Satur agridulces y me convida-. Hace una semana que llegamos y veo que a la mañana y a la tarde siempre se pierde el mismo pibe. Dos veces por día todos los días - afirma levantando las cejas como si tuviera el ancho de espadas.
-No puede ser -agrego impostando indignación.
-Sí, es así. Por eso digo que está todo armado. Los padres no pueden ser tan distraídos o despreocupados y el pibe no puede ser tan inquieto como para perderse dos veces todos los días -sentencia con lógica -. Para mí, y no me caben dudas, ese pibe es el hijo o el sobrino del guardavidas.
Continuamos charlando, tomando mates con bizcochos y, por supuesto, coincidimos que el asunto de los niños perdidos en la playa se trata de un acuerdo entre guardavidas y vendedores ambulantes para impedirnos dormir la siesta, hacernos gastar nuestros ahorros en alimentos saturados en grasas y azúcares y que el agua de la costa atlántica siempre está muy fría.
Mientras le contaba mi otra teoría, un tanto disparatada, que el municipio habría contratado a una troupe de enanos que por la noche trabajan en el circo y, en estos tiempos de vacas flacas, se hacen pasar por niños perdidos y de ese modo se ganan la vida en las playas para llevar unos pesos más a sus hogares, vuelve a sorprendernos el estridente silbato del guardavidas.
Priiii, priiii, clap, clap...
-Es el mismo pibe -aulla mi vecino de sombrilla- Mirá, mirá.
Priiii, priiii, clap, clap...
Hay churros, churros rellenos, bolitas de fraile, churrooooooos...
-Es el mismo pibe, ¡qué te dije! -reitera e instintivamente se pone de pie aplaudiendo con ganas.
Priiii, priiii, clap, clap...
Cubanitoooos, rellenos y crocantes los cubanitoooos...
Me pongo de pie, me acomodo las gafas oscuras y también aplaudo, como todos en la playa.
Priiii, priiii, clap, clap...
Hay coca, cerveza fría, agua, bebidas, cocaaaa...
"La temperatura de la arena"
En algún momento de la vida, todos aprendemos, o descubrimos, que el vidrio se fabrica fundiendo arena a una temperatura de alrededor de 1700 °C, que es similar a la temperatura que alcanza un transbordador espacial al reingresar a la atmósfera terrestre. Eso mismo recordé mientras corría intentando infructuosamente llegar al agua sin sufrir quemaduras de tercer grado en las plantas de los pies.
En esa loca y desesperada carrera hacia el mar, sentí que comenzaba a tener una velocidad inusitada. Por un momento me sentí más ágil y más ligero que Claudio Paul Caniggia en Italia, durante el Mundial de 1990. Hasta llegué a ilusionarme con ser descubierto por el DT de algún equipo que estuviera haciendo la pretemporada en Mar del Plata y terminar debutando en primera, en un encuentro de los clásicos torneos de verano. Sin embargo, esa ilusión duró poco, dos adolescentes de unos doce o trece años me pasaron como alambre caído y en pocos segundos me sacaron unos cincuenta metros de distancia.
Una vez en el agua, enfriando los pies casi derretidos, recapacité que es improbable debutar en primera a esta edad. Con más de cincuenta años uno ya es más viejo que los técnicos, el árbitro, los jueces de línea, el cuarto y los que manejan el VAR. Es más, arriesgaría a decir que hasta los presidentes de los clubes de fútbol son más jóvenes que uno. Pero no hay que desilusionarse, hay que trabajar en la semana y esperar a que el domingo nos traigamos los tres puntos.
Con el agua hasta las rodillas, me encontré con el petiso Hernández, un muchacho con el que nos enfrentamos varias veces en partidos de fútbol 5. Evitando que las olas lo pasaran por arriba, entre salto y salto, me contaba que sus padres lo traían siempre a esta playa. En esos años él jugaba al básquet, pero como consecuencia de las quemaduras que sufrió, debió ser intervenido quirúrgicamente en numerosas ocasiones para retirarle la piel muerta de las plantas de los pies. Por tal motivo, me confesó que perdió entre cinco o seis centímetros de estatura. De todos modos, pensaba yo, para una persona de talla baja, como en su caso, no le alcanzarían cinco o seis centímetros más para ser un basquetbolista destacado, en verdad estaría precisando unos cuarenta centímetros, un par de zancos o una escalera de aluminio plegable.
Cerca de la hora del mate, con el sol pegando un poco menos, se acercó un joven recién llegado y me pidió si lo podía ayudar con el cierre del traje de neoprene. Le di una mano y le consulté si en esta playa había escuela de buceo o de surf. Contestó que no, que simplemente vestía ese traje por precaución, que sus amigos le decían que era un exagerado, pero de todas maneras prefería prevenir antes que curar. Acto seguido se colocó las antiparras y un casco de ciclista, "por que una vez intenté barrenar una hola y me di un golpe en la cabeza", me dijo. Más adelante se calzó las patas de rana y unos guantes del mismo material que el traje de buzo. Me saludó con un gesto rápido, se fue caminando aparatosamente entre la gente tendida sobre mantas y esterillas, y de a poco se metio en el mar.
-Con esas patas de ranas no va a tener contacto con la arena que todavía sigue a dos grados del punto de ebullición- le señalé a mi vecino de sombrilla-, tampoco va a tener contacto con el agua, que al contrario de la arena, siempre está helada en la costa atlántica.
-Este, con esa indumentaria, no va a tener contacto con nada ni nadie. Menos con las minitas- argumentó-. Este no la va a poner... -quiso agregar cuando fue sorprendido por un codazo certero en las costillas que le aplicó su mujer. Para no causarle un mayor inconveniente en su relación de pareja o provocarle una lesión que lo dejara fuera de juego en sus últimos días de veraneo, decidí ahorrar mis comentarios y recliné la reposera bajo la sombrilla para tratar de dormir una siesta. Acción que, más temprano que tarde, será interrumpida por el estridente silbato del guardavidas y los aplausos de los veraneantes, advirtiendo la pérdida de un nuevo niño, o del mismo, el de todos los días.
"Fantasmas y castillos de arena"
La tarde estaba soleada, sin una sola nube, con un viento un poco más fuerte que el habitual. Sin embargo, la arena se mantenía casi a punto de ebullición y el agua, como siempre en la costa atlántica, muy fría. Si la temperatura del mar bajaba un par de grados, en aquella ocasión podría haberse dado la extraña situación de tener un desierto ardiente al borde de un glaciar.
No suelo tomar sol, sí me expongo a los rayos ultra violeta cada vez que me doy un chapuzón en el mar. Pero aquella tarde me quedé algunos minutos más parado en la playa, mirando la lejanía del horizonte, sintiendo las caricias intermitentes de las olas en mi pies.
Entonces me encontré con el petiso Hernández, se lo veía muy enojado, refunfuñando y zapateando sobre la arena. Me contó que un vendedor le ofreció a su mujer un burbujero para su hijo y resulta que el hijo vendría a ser él. Vaya uno a saber si se trató de una confusión o una cargada por su escasa estatura. Lo cierto es que el petiso, que no tiene hijos, saltó y le pegó una trompada en el estómago al vendedor ambulante. De haber saltado un poco más, a lo mejor el golpe habría llegado hasta el pecho. "Lloren, chicos, lloren. Llegó el burbujero", se oyó a lo lejos y el petiso, indignado, salió corriendo para volver a encararlo.
A pocos metros de allí, tres nenas de entre cinco y siete años, con sus baldecitos y palitas de plástico, construían un castillo de arena, con sus torres, torretas, almenas, puente levadizo y foso correspondientes. Esas pequeñas y bronceadas constructoras nada tenían que envidiarle al arquitecto alemán Karl Noordman, encargado del diseño del Torreón del Monje de Mar del Plata. Como todo castillo medieval que se precie de tal, pensaba, debería tener sus encantos, sus misterios y, ¿por qué no?, sus fantasmas.
Cavilando sobre espectros y apariciones, vi que se me acercaba una pálida y fantasmal figura. Me saludó cordialmente y respondí el saludo estrechando su mano hiper encremada. Notó que no lo reconocí y me aclaró que era el mismo joven al que un par de días antes ayudé a cerrar el traje de neoprene. Me quité los lentes oscuros para verlo mejor y al descubrir que llevaba puestas las patas de rana y el casco de ciclista comprendí que se trataba de la misma persona.
Me confesó que sus amigos lo convencieron de que no era necesario usar el traje de buzo para extremar el cuidado de la piel y que con un protector solar de alta graduación era más que suficiente para no sufrir quemaduras. Por tal motivo, durante la noche previa fue a la farmacia más cercana, compró un protector factor 50 y decidió ponerse cuatro capas antes de salir del cuarto del hotel después del mediodía. "De esta manera voy a tener una protección factor 200", dijo. No creí que superponiendo capas de protector solar la graduación pudiera aumentar de esa manera, pero como no soy dermatólogo, preferí ahorrar cualquier comentario al respecto. Conversamos algunos minutos más sobre temas varios, luego se colocó las antiparras, nos despedimos y cuidadosamente se metió en el mar ataviado con sus bermudas de corderoy marrón y un pato inflable en la cintura.
"Ese fantasma más que asustar causa risa", me susurró al oído mi vecino de la sombrilla verde y blanco, antes se cambiar la yerba del mate, evitando ser escuchado por su esposa, la especialista en codazos certeros a las costillas.
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