"El diario de Bernard"


 En 1939, tras la muerte del arqueólogo británico Howard Carter —quien en noviembre de 1922 descubriera la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes, cerca de Luxor, al sur de El Cairo—, el diario francés Le Figaro designó como corresponsal a cargo de investigar los rumores sobre muertes trágicas asociadas a la maldición del faraón al afamado y prestigioso periodista Jacques Laurent Fabbré.


—¿Por qué yo? —se preguntó al recibir la designación.

Sin embargo, la paga era realmente alta para tres semanas de trabajo, y él tenía algunas deudas de juego que saldar. Rechazar aquella tentadora propuesta habría sido una estupidez: conocer Egipto, investigar, escribir algunos artículos y, a cambio, hacerse de una buena suma de dinero.

Así, tras los trámites de rigor, a los pocos días el cronista se embarcó rumbo a Egipto, acompañado de Bernard, ex secretario de un antiguo embajador francés en El Cairo durante los años en que fue descubierta la tumba del faraón niño.

Fabbré había llegado al periodismo de casualidad. Su familia, perteneciente a la clase trabajadora, vivía en una casa pequeña y humilde en las afueras de París, y él se crió pasando más tiempo en las calles que en la escuela. Durante su juventud desempeñó diversos oficios sin destacarse en ninguno. Entre lecturas, bares y tragos, descubrió que era capaz de escribir crónicas y relatos, los cuales comenzó a publicar quincenalmente en un pequeño diario que, tiempo después, llegó a manos de un periodista que lo contactó y le ofreció sumarse a la redacción de Le Figaro. Allí, poco a poco, Fabbré se convirtió en uno de los editorialistas más importantes del medio.

Sabemos, al leer el prolijo diario de Bernard, que Fabbré investigó y trabajó con esmero y minuciosidad durante la primera semana. Luego se dedicó a hacer turismo y, como era su costumbre, a perderse en la noche, el juego, el alcohol y las mujeres.

Su asistente, Bernard, mientras tanto, se aburría como un hongo en aquel hotel húmedo de El Cairo. Para matar el tiempo, comenzó a revisar los escritos de J. L. Fabbré. Gracias a su curiosidad (o quizás sería más justo decir tedio), sabemos que el periodista francés tenía tres cuadernos. En uno de ellos anotaba los datos que recogía durante la investigación:

Tut Anj Amón o Tutankamón (1352–1325 a.C.)

• Gobernó de 1334 a 1325 a.C.
• Faraón egipcio de la XVIII dinastía.
• Yerno de Ajnatón, a quien sucedió.
• Restauró el culto a Amón, abandonado por Ajnatón, y Tebas volvió a ser la capital de Egipto.
• Se conoce poco de su reinado. Su importancia radica en que su tumba llegó intacta hasta nuestros días.
• Contenía 5.000 objetos: piezas talladas con gran belleza y bañadas en oro. La más famosa es la máscara mortuoria de oro macizo. También se hallaron cofres, tronos, camas, lienzos, vestidos, joyas, armas, abanicos, estatuas, tinajas de vino, alimentos, juguetes y reproducciones de los sirvientes del joven faraón, que lo acompañarían en la otra vida.

Estos datos —y todo lo contenido en ese cuaderno— fueron copiados por Bernard en su diario de viaje. También menciona otro cuaderno donde Fabbré había desarrollado, y quizás terminado, algunos artículos que debía entregar a su regreso. Veamos un ejemplo:

La de Tutankamón es una de las maldiciones más famosas de la historia. Su difusión ha contribuido a incrementar el halo de misterio y magia que siempre ha envuelto a los majestuosos monumentos funerarios egipcios. Al morir, Tutankamón fue enterrado según la costumbre, en una tumba rodeado de sus más preciados tesoros y gran cantidad de alimentos, de los que dispondría en la otra vida. Pero, según cuenta la leyenda, jamás disfrutó de aquellas apetitosas viandas ni lució sus joyas. El 4 de noviembre de 1922, tras diez años de búsqueda en el Valle de los Reyes, el arqueólogo británico Howard Carter halló la momia del joven faraón y sus tesoros intactos. Pocos días después, el conde de Carnarvon, promotor de la expedición, murió de neumonía, y en El Cairo se produjo un vacío de poder. Su perro, que se encontraba en Inglaterra, también murió. A raíz de esto, del creciente nacionalismo egipcio y de la amarga batalla legal que siguió a la exploración de la tumba, el gobierno de El Cairo terminó por confiscarla. La creencia en la maldición que rodea a las momias egipcias —continúa el artículo de J. L. Fabbré que Bernard copió en su diario— proviene del respeto que los árabes sentían por la magia egipcia desde que se asentaron en el país, hacia el siglo VII a.C. Sus interpretaciones se centraron en el acecho de los vivos por los muertos, y desde sus primeros textos advierten sobre la resurrección de las momias gracias a la magia, basándose en las ilustraciones egipcias.

“En el tercer cuaderno —escribe Bernard en su diario—, el señor Fabbré anotó algunos episodios superfluos y sin interés ocurridos durante las noches egipcias: el dinero ganado y perdido en el juego, etc. No creo que valga la pena transcribir con exactitud dichos datos, como he hecho con los dos cuadernos anteriores”.

Por lo que se lee más adelante en el diario, Fabbré comenzó a regresar al alba y a dormir durante el día, hasta que, en cierto momento, dejó de ser visto. Una tarde, Bernard acudió al conserje del hotel y preguntó:

—¿Sabe algo acerca del señor Fabbré?

—El señor Fabbré se marchó ayer por la mañana. Según me comentó —agregó el conserje—, abordaría un buque de regreso a Europa.

Bernard esperó dos días más en el hotel, sin noticias concretas del afamado cronista. Finalmente, también él resolvió regresar.

A su retorno, Bernard supo que J. L. Fabbré había muerto en la cubierta del barco que lo llevaba de regreso a su tierra natal. El fatídico hecho ocurrió cuando fue embestido por un camello furioso que había escapado de la jaula en la que era transportado hacia un zoológico europeo. Sus cuadernos se han perdido para siempre… o tal vez jamás existieron.

Por su parte, el diario de Bernard hoy descansa en los anaqueles del archivo de Le Figaro. Nunca más hubo noticias sobre su persona.

Para finalizar, vale la pena destacar un párrafo que aparece en una de las últimas páginas del extenso diario:

“Aunque no creo en la maldición de Tutankamón ni en ninguna otra, me parece que las muertes trágicas de quienes participaron en la expedición británica no fueron más que meras coincidencias. Sin embargo, se me ocurre que todas las maldiciones han de cumplirse alguna vez, más tarde o más temprano. Pues un día, todos, lamentablemente, moriremos de un modo trágico. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa es, en sí misma, la muerte, sino una tragedia?”



Marcelo Rivero 

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