El tatuaje que brotaba

  Ella regresaba caminando desde la facultad hacia su casa todos los días por el mismo camino. Una tarde, sin saber por qué, casi como respondiendo a un llamado anónimo, dobló cuatro o cinco cuadras antes de lo habitual.

El cielo, que hasta hacía algunos instantes se mostraba límpido y celeste, se tornó gris y tormentoso, como si, además de cambiar de recorrido, hubiese cambiado de ciudad, quizás de país o de continente.

Aunque esa no era una de las calles habituales de su regreso, había pasado por allí decenas de veces en las últimas semanas. Sabía que, en esa esquina donde ahora se alzaba un local de tatuajes, al menos hasta el día anterior había una bicicletería.

Casualmente, hacía un par de meses venía pensando en hacerse un tatuaje en algún lugar del cuerpo.

Entonces, sin dudar, entró al local. De un vistazo observó el mostrador y la estantería de madera. También prestó atención a un teléfono de pared, de esos que no tienen tubo, sino un micrófono fijo al aparato y un audífono conectado por un cable. Había, además, pequeñas estatuillas de marfil y porcelana, sahumerios encendidos... El lugar era nuevo, pero extrañamente parecía estar allí desde hacía cien años o más.

Desde la parte trasera, empujando suavemente la cortina, apareció un anciano —chino o japonés— que hizo una amable reverencia y pronunció unas palabras que ella no comprendió. Por respeto, respondió:

—Buenas tardes.

Seguramente, él tampoco la entendió.

Ella señaló una de las figuras colgadas en la pared: el pimpollo de una rosa, ubicado entre otras dos imágenes, un dragón y un tigre blanco.

—Eso es lo que quiero tatuarme —dijo.

El anciano asintió con la cabeza y desapareció tras la cortina. Regresó cinco minutos después con una taza de té, que le ofreció con cortesía. Luego, con la misma amabilidad, la invitó a sentarse en un sillón amplio y confortable.

Mientras ella saboreaba el té —delicado y sabroso—, el anciano preparó las tintas y las agujas. Le pidió que le hiciera el tatuaje en el vientre, tres dedos por debajo del ombligo.

Se levantó un poco la remera, desabrochó los jeans, y sintió el frío del algodón embebido en alcohol que el anciano deslizó sobre su piel firme y tersa.

Sintió sólo los primeros pinchazos; después, fue quedándose lentamente dormida. Nunca supo si el té contenía algún sedante.

Al despertar, miró su vientre: el trabajo estaba terminado. Mientras tanto, el anciano tocaba un instrumento de cuatro cuerdas, igual o más pequeño que un violín.

Sacó unos billetes del bolsillo, pero el anciano se negó a cobrar. Se hizo entender con un leve movimiento de cabeza, sin dejar de pulsar el instrumento.

La noche había caído. Regresó rápido a su casa, mirando de reojo el pimpollo de rosa que asomaba de sus jeans y que, desde entonces, adornaría para siempre su cuerpo delgado.

Al llegar, dejó los libros sobre la mesa, fue al dormitorio, se quitó las sandalias y la ropa. Frente al espejo generoso, contempló durante horas ese capullo rosado.

A la mañana siguiente, al despertar, descubrió que algo había cambiado. El pimpollo era ahora una rosa abierta y espléndida. Dudó por unos instantes, aunque estaba segura de haberse tatuado un pimpollo.

Se vistió apresurada y salió a la calle, decidida a preguntarle al anciano qué había ocurrido. Al llegar al local, notó que algo extraño sucedía: otra vez la bicicletería ocupaba esa esquina.

Nadie supo decirle nada sobre el chino ni sobre ningún tatuador. Don Antonio, el bicicletero, le confirmó que el día anterior había abierto sólo por la mañana, y que por la tarde el local estuvo cerrado.

Ella no podía creer lo que oía. Fue puerta por puerta, a lo largo de toda la cuadra, preguntando, consultando. Sólo encontró negativas.

Exactamente a las veinticuatro horas de haberse hecho el tatuaje, apareció un nuevo pimpollo junto a la primera rosa.

A la mañana siguiente, este se encontraba abierto y radiante. Lo mismo ocurrió día tras día durante la primavera y el verano.

Su cuerpo, el más alegre y armonioso de los jardines, se veía casi cubierto de rosas.

Durante el otoño, las flores comenzaron a marchitarse y desaparecieron. Al llegar el invierno, sólo quedó el pimpollo original, a tres dedos por debajo del ombligo.

Esto se repitió estación tras estación, año tras año. Aunque vale aclarar que, después de cumplir los cuarenta, no todos los días brotaba un nuevo pimpollo.

Ella, y quienes compartieron su vida, se fueron acostumbrando a este fenómeno increíble.

Poco a poco, los brotes disminuyeron con el paso del tiempo. El año en que cumplió cuarenta fue el último: solo sobrevivió el pimpollo original, temblando en el centro mismo de un laberinto de amenazantes arrugas.


Marcelo Rivero 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El Eternauta: la lista de canciones que suenan en la serie

El día en que John Lennon y Paul McCartney dieron un show como dúo y con el nombre de The Nerk Twins

Lanzan la tercera edición del premio Hebe Uhart de novela