"Fabio Zerpa tenía razón"
El micro volvía de Mar del Plata rumbo a Ensenada, cortando la llanura con la resignación de quien ya dejó atrás el mar y se prepara para las calles de adoquín. Las sombrillas y los churros eran apenas un recuerdo graso en la memoria colectiva de los pasajeros. El cielo, hasta hacía unos minutos despejado, empezaba a cerrarse con esa espesura que anticipa el desastre. Una nube oscura descendió frente al vehículo y se detuvo, suspendida a baja altura, como una amenaza o una duda.
El chofer, curtido en atajos y contramarchas, bajó el volumen de la radio con un gesto automático, como si intuyera que lo que venía requería silencio. Sabía leer la ruta, pero también los presagios.
De la nube espesa emergió una nave espacial. No era lo que uno espera de una civilización avanzada: estaba despintada, descascarada, con parches metálicos oxidados. Una nave fuera de época, como un Peugeot 504 en la era de los autos eléctricos. Se abrió una compuerta que chilló como un gato al que le pisan la cola.
Descendieron varios extraterrestres de aspecto humano: misma altura, misma piel y el mismo desgano de cualquier pasajero del tren Roca un lunes por la mañana. Llevaban mamelucos celestes con vivos fosforescentes en las piernas y antebrazos, como si la moda ochentosa hubiera colonizado otra galaxia.
Se dispusieron en formación piramidal. El vocero, un ser calvo con gesto de empleado bancario, dio un paso al frente. Detrás, uno fumaba con indolencia cósmica; otra tomaba café en un vaso de cartón que decía “Gracias por elegirnos”. Otro más consultaba su reloj como si temiera llegar tarde a una reunión de consorcio interplanetario. Los pasajeros del micro no sabían si sacar fotos, rezar o fingir que dormían.
El vocero habló:
—Venimos en son de paz —dijo, por las dudas—. Nacimos después de la Segunda Guerra Mundial. No nosotros: todos los extraterrestres de las galaxias. Antes de eso, nadie hablaba de nosotros. No existíamos.
Un murmullo recorrió el pasillo del micro, pero nadie se atrevió a interrumpir.
—Necesitamos llegar a la provincia de Córdoba —continuó el visitante, rascándose la cabeza como si aún dudara de su mapa estelar—. Se nos rompió el GPS de la nave. Vamos al cerro Uritorco. Nos comunicaron que un grupo de hippies con OSDE nos está esperando.
El silencio era absoluto. Solo se oía el zumbido lejano de los cables de alta tensión. El micro parecía haberse fundido con el paisaje, convertido en testigo inmóvil del absurdo.
Entonces, desde el fondo del micro, una señora de cabellera plateada, que hasta ese momento había estado pelando una mandarina con paciencia quirúrgica, señaló hacia el oeste con la tranquilidad de quien ha dado muchas veces la misma indicación:
—Es por allá.
Los visitantes agradecieron con una leve inclinación de cabeza. Subieron de nuevo a la nave. La compuerta se cerró con un gemido agudo, un quejido felino y mecánico que denunciaba falta de lubricación. El motor vibró con la dignidad herida de lo antiguo, y lentamente el vehículo se elevó hasta perderse entre las nubes.
Nadie dijo nada. Nadie quiso romper el hechizo, ese pacto de silencio que suele suceder a lo inexplicable. El chofer encendió el motor. Subió el volumen de la radio. Sonaba Andrés Calamaro:
“Fabio Zerpa tiene razón, hay marcianos entre la gente…”
Los pasajeros miraron por la ventana. El campo seguía allí, eterno y apático. Los molinos giraban sin apuro, ajenos a la epifanía. El micro retomó su rumbo. Al llegar a la rotonda de Atalaya, el chofer preguntó, casi en voz baja:
—¿Alguien quiere medialunas?
No hubo respuesta. Solo un murmullo leve, como de aprobación o resignación. Y entonces, como si fuera lo más natural del mundo, el micro dobló. Después de todo, un encuentro con extraterrestres puede cambiar muchas cosas, pero no interrumpir la tradición de unas medialunas tibias en la ruta.
Marcelo Rivero


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