Fama, éxito y popularidad: el valor de ser visto, admirado o querido

 Por Marcelo Rivero 



  En el teatro del presente, donde la visibilidad se ha vuelto un fin en sí mismo y el aplauso puede ser generado por algoritmos, las palabras “fama”, “éxito” y “popularidad” desfilan como sinónimos. Se las entremezcla en titulares, en discursos de marketing, en conversaciones cotidianas. Y, sin embargo, no son lo mismo. Distinguirlas no es un gesto caprichoso ni académico: es una necesidad crítica. Porque en esa diferencia se juega mucho más que una definición; se juega una forma de entender lo que valoramos, lo que perseguimos, lo que estamos dispuestos a celebrar.


I. La fama: el fulgor de la exposición

La fama es ante todo una condición de visibilidad. Implica estar en boca de muchos, circular en medios, ser repetido. Pero ese brillo no es garantía de mérito ni de sustancia. Se puede ser famoso por el talento, por la belleza, por el genio creativo. Pero también por el escándalo, por el ridículo, por una simple coincidencia viral. En tiempos de redes y reality shows, la fama ha perdido su vínculo con la excelencia. Se ha vuelto accesible, pero también efímera y caprichosa.

Como señaló alguna vez un crítico, vivimos en la era de los “célebres por ser célebres”. Figuras que no han producido obra alguna, que no han transformado ninguna sensibilidad, pero que logran una centralidad mediática. Su existencia pública es un fin en sí misma: no tienen nada para decir, y sin embargo son escuchadas. No proponen nada, y sin embargo generan conversación.

II. El éxito: métrica externa y coherencia interna

El éxito, en cambio, remite a la idea de logro. Pero esa idea también es ambigua. Por un lado, está el éxito cuantificable: ventas, premios, contratos, números. Es el éxito que las industrias culturales valoran, porque puede medirse, presentarse, monetizarse. Es el éxito del ranking, del estadio lleno, del récord batido.

Pero hay otro tipo de éxito, menos visible y más complejo: el éxito personal, ético, vital. Hacer lo que se desea hacer, ser fiel a una visión, sostener una obra sin traicionarse. Ese éxito no aparece en los portales, ni da titulares. Pero puede ser infinitamente más valioso para quien lo alcanza. Hay quienes prefieren una carrera marginal pero íntegra, antes que el reconocimiento masivo a costa de perder originalidad. Hay triunfos que no se celebran en público, pero que fundan una existencia.

III. La popularidad: el don raro de ser querido

La popularidad introduce una dimensión afectiva. No se trata sólo de ser visto o de tener éxito: se trata de ser querido. De generar una identificación profunda, duradera, casi íntima, con un grupo humano. Es un fenómeno difícil de explicar, pero inconfundible cuando ocurre. La popularidad no se fabrica; sucede. Y cuando sucede, deja huella.

En la Argentina, Maradona encarna ese fenómeno con una potencia pocas veces vista. Fue famoso, fue exitoso, pero sobre todo fue amado. Incluso en sus peores momentos, incluso cuando todo parecía perdido, mantuvo ese hilo invisible que lo unía con la gente. Messi, en cambio, alcanzó esa popularidad desde otro lugar: la constancia, la humildad, la perseverancia. Tardó más en ser abrazado por todos, pero hoy forma parte del mismo panteón del afecto.

Hay otros nombres que resuenan con esa misma vibración: Eva Perón, que hizo de su figura un puente con los desposeídos; Olmedo, que llevó el humor al corazón del pueblo; Sandro, con su aura de ídolo romántico; Cerati, que conjugó vanguardia y sensibilidad con una elegancia singular; el Indio Solari, con su reticencia al sistema y su lírica misteriosa. Ninguno de ellos fue sólo un personaje mediático. Fueron, en mayor o menor medida, símbolos. Y los símbolos no se construyen: se encarnan.

IV. Tres palabras, tres formas de estar en el mundo

Fama, éxito, popularidad. Tres palabras que definen tres maneras distintas de ser alguien en el espacio público. Se puede ser famoso sin ser exitoso. Exitoso sin ser querido. Querido sin ser visible. Cada una implica una lógica, una economía simbólica, una forma de relación con los otros y con uno mismo.

Distinguirlas no es una pedantería terminológica. Es una forma de pensar el tipo de reconocimiento que valoramos. En un mundo saturado de imágenes, cifras y prestigios inflados, hacer esta distinción puede ser también un acto de resistencia. Un modo de reclamar que no todo lo que se ve tiene valor, que no todo lo que triunfa merece aplauso, y que lo verdaderamente importante tal vez no pase por los reflectores, sino por la memoria sensible de quienes nos recuerdan.

Porque al final del camino, no seremos trending topic. Pero tal vez alguien, en algún rincón del tiempo, nos recuerde con cariño. Y ese, quizás, sea el único éxito que importa.


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