Habitar el ocio — La pausa como acto de libertad

Por Marcelo Rivero 



  Habitamos un mundo que nunca calla. Un mundo que no pestañea, que no duerme, que no cesa. Las pantallas permanecen encendidas como altares de lo urgente. Todo vibra, todo convoca, todo promete ser indispensable. Y en medio de ese estruendo continuo, detenerse parece un gesto subversivo. Un acto menor de rebeldía.

Ya no es el tiempo el que nos mide, sino el flujo —invisible pero implacable— de datos, notificaciones, demandas. Se ha desplazado el compás del reloj por el vértigo de lo inmediato. La prisa no solo organiza nuestras rutinas: ha colonizado nuestro interior. Nos educaron para creer que el movimiento constante es sinónimo de vitalidad, que estar ocupados es señal de importancia, que producir es existir.

El ocio, en cambio, quedó relegado a los márgenes. Es tolerado como excepción, sospechado como vicio, culpabilizado como pérdida. Pero acaso, ¿no hay más lucidez en quien elige detenerse que en quien corre sin saber adónde?

Un amigo, hace poco, me compartió una frase que todavía resuena: “Vivía apurado, quería todo rápido. Fui padre a los veinte; hoy tengo una hija de treinta y cinco y un nieto.” No había queja ni nostalgia. Solo una mirada que, al fin, se detenía a observar el paisaje pasado, como quien descubre que la vida —esa que parecía lejana— ya estaba sucediendo mientras uno corría sin mirar.

Luca Prodan lo intuyó desde el filo de su urgencia: “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya.” Hoy esa línea parece escrita para este siglo, para esta ansiedad que todo lo devora antes de saborearlo. Pero cuando el deseo es inmediato, ¿queda realmente espacio para el deseo?

Fito Páez, con la melancolía de quien sabe escuchar, nos recordó: “En tiempos donde nadie escucha a nadie.” Y esa sordera no es solo hacia el otro, sino hacia uno mismo. La velocidad nos aturde. El ruido nos arrastra. Y el silencio —ese antiguo refugio— se ha vuelto un lujo, casi un tabú.

Por eso, yo elijo frenar. No por cansancio, sino por deseo. Me bajo —aunque sea por ratos— del tren que no se detiene. Apago el teléfono. Callo las notificaciones. No porque desprecie el mundo, sino porque quiero recuperarlo. En su versión más lenta. Más humana.

Nos enseñaron que el descanso es premio del esfuerzo, y no parte constitutiva de la existencia. Como si la vida debiera justificarse en función de su rendimiento. Pero moverse no es siempre avanzar. Y hacer no es siempre vivir. El ocio, lejos de la ociosidad culpable, es un espacio fértil: ahí germinan los pensamientos que no tienen apuro, las emociones que necesitan quietud, las presencias que no buscan likes.

Es en el ocio donde uno recuerda que está vivo. Que no es engranaje. Que no es número. Jorge Drexler lo escribió con lucidez: “La historia es una red y no una vía.” En esa red hay hilos que no conducen a ninguna parte, pero sostienen el todo. Hay pausas que no interrumpen: inauguran.

Muchos dicen: “Ya no se vive como antes. Antes uno se sentaba en la vereda, charlaba, miraba pasar la tarde.” Quizás esa imagen ya no exista. Pero aún podemos inventar nuevas veredas: una silla bajo el sol, una charla sin propósito, un libro leído sin prisa, una copa de vino. La lentitud no es retroceso. Es una forma distinta de avanzar: hacia adentro.

El ocio no es tiempo perdido, sino tiempo ganado. Tiempo que no se justifica por su utilidad, sino por su hondura. Es un acto de presencia. Una forma de habitarse. En un mundo que nos empuja a ser visibles, productivos, veloces, habitar el ocio es una forma delicada —y sustancial— de libertad. Porque allí, en el puro estar, sin necesidad de demostrar, el ser recupera su derecho a simplemente ser.


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