"Pizza porteña"
—No se diga más —murmuró, esbozando una sonrisa.
—Mozo —llamó, sacudiendo la mano en el aire.
—¿Ya sabe qué va a pedir?
—Sí, claro. Dos porciones de muzza con fainá y un vaso de moscato.
Mientras esperaba, bebió un primer trago: espeso, dulzón. Casi sin darse cuenta, comenzó a garabatear en su cuaderno las primeras líneas de un nuevo capítulo que más tarde integraría su exitoso libro El Rock no morirá. Así lo redactó el cardiólogo argentino:
"La letra de Moscato, pizza y fainá comienza con una reflexión existencial:
Pará y decime quién sos vos,
quién soy yo y quién es aquel,
perdidos en la multitud
no somos nadie,
fulanos, hormigas.
Luego, la inconfundible voz de Adrián Otero nos sumerge en la escena nocturna porteña, donde Buenos Aires respira a través de su gente. Y entonces estalla el estribillo pegadizo —tan popular como la muzza— de esta canción emblemática de Memphis La Blusera, incluida en el disco Alma bajo la lluvia (1983):
Las luces se encienden,
calle Corrientes,
se llena de gente,
que viene y que va,
salen del cine,
ríen y lloran,
se aman, se pelean,
se vuelven a amar
y en la Universal,
fin de la noche,
moscato, pizza y fainá,
moscato y pizza."
Una pareja joven ingresó a la pizzería y lo reconoció de inmediato.
—¡Hace un rato lo vimos en la tele, doc! —exclamó ella, con entusiasmo juvenil.
—Buenas noches —respondió López, alzando la vista con cortesía y tono pausado.
—¿Nos podemos sacar una selfie? —preguntó el joven, apresurándose a sacar el celular del bolsillo con torpeza.
—Sí, claro —asintió el doctor, poniéndose de pie, ubicándose entre ambos con naturalidad y ofreciendo su mejor sonrisa de figura pública habituada a esos pequeños ritos.
Tras la foto, intercambiaron algunas palabras triviales. La pareja se retiró a una mesa cercana, aún comentando la inesperada coincidencia. El Dr. Óscar Winston López volvió a sentarse, tomó otro sorbo de moscato y revisó lo escrito. Tachó unas palabras, subrayó otras.
En ese momento, el mozo dejó frente a él el plato humeante con las dos porciones de muzza y el rectángulo dorado de fainá, crujiente en los bordes.
—¿Algo más, doctor?
—No, así está perfecto —respondió, con una leve inclinación de cabeza.
Mientras la muzzarella se estiraba entre mordisco y mordisco, López escribía sin apuro. A un costado del cuaderno, el vaso dejaba un anillo húmedo sobre la madera veteada de la mesa. La pizzería seguía su curso: platos que iban y venían, charlas superpuestas, un niño que lloraba en la mesa del fondo y un mozo que esquivaba sillas con pericia de bailarín experimentado.
En otro pasaje del capítulo, el destacado cardiólogo argentino bucea en la lírica de Pappo, el héroe de La Paternal, desentrañando sus versos cargados de filosofía de barrio y verdades sin adorno:
"Por un instante, dejemos en suspenso el moscato, la pizza y el fainá —esa trinidad profana de la calle Corrientes—, pero mantengamos el abrazo firme al blues, como quien sostiene una copa con decisión. Pappo no escribía solo sobre motores y mujeres. También tenía, como todo buen blusero, una relación frontal y entusiasta con la bebida. En Tomé demasiado, por ejemplo, retrata a 'un hombre bien', que 'tenía perro y mujer', hasta que un día encontró 'la botella de escocés' y tomó, sencillamente, demasiado. Sin vueltas.
En Fiesta Cervezal, la sed se impone desde el título. Primero es 'un trago de cerveza fresca' con los amigos. Luego, cuando la cosa avanza, se eleva la apuesta: 'un trago de licor muy fino'. Porque no hay contradicción entre la sed del pueblo y el gusto exquisito: ambas conviven en el vaso del Carpo.
Blues local nos trae otra escena de sobremesa: vino fino natural, charla compartida con amigos, vasos que se vacían y se llenan como quien mantiene una conversación sin cortes.
Pero el Carpo no solo bebía. También comía. Y sufría por ello, como si entre el deseo y la silueta se librara una guerra sin ganadores. En una de sus canciones más insólitas y geniales —probablemente escrita con hambre real— confiesa:
No puedo evitar,
que vengan hacia mí,
los sandwiches de miga.
Una imagen casi de ciencia ficción: los sandwiches de miga como platos voladores, de jamón y queso, que acosan al héroe de la historia. El remate, patético y sublime, no se hace esperar:
Y parece mentira,
que hoy estuve aquí,
esperándote.
¿A quién espera el Carpo? ¿A una mujer? ¿Al mozo que nunca llega? Es probable que ni él lo supiera del todo. Pero en esa espera, y en esos versos, se cifra buena parte del alma del blues argentino: una mezcla de deseo y desborde que no necesita traducción."
El sonido de un brindis cercano lo distrajo. Tres oficinistas alzaban porrones de cerveza en torno a una fugazzeta con jamón. Uno de ellos lo miró, dudó y le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza. El Dr. López respondió con una cordial neutralidad. A esa altura, sabía calibrar el tipo de fama que lo rodeaba: lo bastante reconocible como para recibir saludos, pero no tanto como para que le arruinaran la cena. Continuó comiendo y escribiendo:
"Hay días que te pasan por encima, y uno vuelve a casa con el cuerpo de plomo y la lengua seca. En ese estado aparece esta canción de La Mississippi: como un sorbo lento después del incendio. “Un trago para ver mejor” no es una apología del exceso, sino una defensa del ritual. Ese momento de sentarse, mirar el sol caer y brindar, no para olvidar, sino para enfocar.
Ricardo Tapia escribe un blues doméstico y medicinal. Vuelve al hogar como quien regresa a puerto, saluda, se sienta y agradece. El amor espera, la cena está servida, y la bebida funciona como una lente: si no fuera por eso, dice, todo sería peor.
Hay en la canción una lección que muchos terapeutas deberían anotar: a veces, el bienestar empieza con saber dónde ir, con quién estar, y qué beber para recuperar el eje. Un trago, sí, pero para ver mejor. Y seguir."
Terminó de comer en silencio. Cuando cerraba el cuaderno, el celular vibró sobre la mesa. El nombre del editor apareció en pantalla. Contestó.
—¿Sí?
—López, disculpá la hora. Cortito: Corazón delator se está vendiendo mejor de lo esperado. Muy por encima de la media.
—Me alegro —dijo el Dr. López, mientras se limpiaba las comisuras de los labios con una servilleta arrugada.
—No sabés la cantidad de mensajes que nos llegaron después de lo del noticiero. En abril vas a estar en la Feria del Libro y, más adelante, en un congreso sobre medicina y escritura.
—Mirá vos —dijo López, sin mostrar demasiado entusiasmo ante las buenas nuevas.
—Y eso que ni siquiera lo movimos demasiado, ¿eh?
Pero atención: tenemos que pensar en lo que viene. Si tenés algo empezado, un adelanto, un capítulo suelto, lo que sea, mandalo. No te pido el libro entero, pero necesitamos mantener el envión.
El especialista en cardiopatías devenido en escritor miró el cuaderno cerrado frente a él. A su lado, el vaso de vidrio verde ya vacío y la cuenta aún sin pagar.
—Algo hay, algo tengo.
—Buenísimo. Me basta con eso. Te llamo en unos días.
Cortó. Guardó el teléfono y pidió la cuenta con un ademán breve. Pagó en efectivo, dejó una propina generosa, se puso de pie y abrochó el saco. Al salir, el aire de la noche porteña le resultó apenas más fresco que el interior de la pizzería. Caminó unos pasos por Corrientes, entre librerías semivacías y marquesinas que prometían comedias de dudosa calidad. Se detuvo cerca de la esquina y alzó la mano para pedir un taxi. No pensaba en nada en particular. Apenas se le cruzó por la cabeza: Panza llena, corazón contento.
Marcelo Rivero
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