"Sábado"


  Aquella mañana falté al trabajo sin avisar, confirmando lo que siempre había sostenido: los sábados no son obligatorios. Sirven para sumar unas horas extras que engrosan el aguinaldo, sí, pero restan esos momentos de ocio tan necesarios como indispensables para cualquier persona.

De todos modos, me levanté relativamente temprano, me lavé los dientes, me peiné y salí a la calle con la intención de comprar el diario y unas facturas, para acompañar la lectura con unos buenos mates.

Al regresar, con el diario bajo el brazo y el paquete de papel marrón con las facturas —que dejé sobre la mesa del patio—, me dirigí a la cocina, puse la pava al fuego y cargué la yerba en el mate de acero inoxidable.

Cuando el agua estuvo a punto, salí y me senté a la sombra del limonero, que aromaba todo el patio de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez. La mañana se desperezaba.

Desdoblé el periódico. En la tapa no había nada fuera de lo común: suba de precios en hipermercados, política, policiales, deportes...

Mordí una medialuna salada y cebé un mate. No había pasado más de dos hojas cuando me pareció ver, en una pequeña foto a todo color, que algo se movía. No le presté demasiada atención.

Tomé otro mate. Di vuelta la página y, de pronto, un guerrillero colombiano con pasamontañas negro y ropa camuflada saltó olímpicamente la medianera. Al instante se oyó el ensordecedor estruendo de una ráfaga de ametralladora. No me animé a mirar lo que había sucedido del otro lado del muro.

A decir verdad, no tenía una buena relación con los vecinos, pero en ese momento pensé que, más allá de las profundas diferencias que nos distanciaban, no merecían ser abatidos de esa manera, a balazos.

Asombrado, giré otra página. Una joven bailarina, delgada y rubia, danzó impecablemente sobre las baldosas gastadas del patio un fragmento de El lago de los cisnes. Al finalizar hizo una elegante reverencia, y entonces aplaudí con ganas.

Humilde y grácil, la bailarina rubia y delgada, siempre en puntas de pie, se retiró por el pasillo lateral que daba a la calle.

Volví a girar otra página más. Terminé la medialuna salada, cebé otro mate y, al instante, me encontré en medio de un abrazo de gol con jugadores transpirados y eufóricos de un equipo de fútbol de segunda división que, con el agónico triunfo obtenido, conseguía el tan anhelado ascenso a primera. Tras el festejo, los jugadores también se retiraron por el mismo pasillo por el que se había ido la joven bailarina.

Para calmar la sed provocada por los cantos, los saltos, los abrazos y los festejos, tomé el mate que esperaba, casi frío, sobre la mesa del patio ajedrezado que aromaba el limonero.

Al leer “Terremoto en Asia”, cerré el diario con rapidez, evitando de ese modo que todo comenzara a temblar, que se quebraran las paredes y se agrietara el suelo.

Entonces, con pálido estupor, descubrí que, desde la contratapa del diario, los personajes absurdos y sarcásticos de las tiras cómicas, con gestos graciosos y obscenos, se reían a carcajadas y se burlaban de mi cara de asombro.

Desde entonces, no he vuelto a faltar al trabajo los sábados. Y nunca más compré ni leí el diario.


Marcelo Rivero 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El Eternauta: la lista de canciones que suenan en la serie

El día en que John Lennon y Paul McCartney dieron un show como dúo y con el nombre de The Nerk Twins

Lanzan la tercera edición del premio Hebe Uhart de novela