"Ámbar"
Annabelle Morris no era su verdadero nombre, pero eso poco importaba. Lo importante era cómo lograba pasar desapercibida cuando más llamaba la atención. Rubia, alta, con una elegancia que podía eclipsar a Scarlett Johansson y hacía parecer torpes a las demás. Caminaba con la seguridad de quien ya conoce el terreno, aunque recién había aterrizado en Ezeiza. En el pasaporte figuraba como comerciante de piedras preciosas, una coartada eficaz para quien se mueve entre aeropuertos, fronteras y reuniones privadas. Pero lo suyo no eran los diamantes ni los zafiros. Lo suyo era la información.
Se llamaba Ámbar Theodorakis y trabajaba para la CIA. Había nacido en Tesalónica en 1989, hija de un militar y una profesora de francés, en una casa de paredes blancas y postales de Nueva York clavadas sobre un corcho. Su infancia transcurrió entre novelas de espías, ejercicios de gimnasia artística y veranos eternos en las playas del Egeo. A los 17 emigró a Estados Unidos con una beca universitaria, y fue allí donde su acento suave y su memoria prodigiosa llamaron la atención de un reclutador de Langley. Le ofrecieron un entrenamiento riguroso, viajes constantes y una vida sin raíces. Aceptó sin dudarlo. Desde ese momento no tuvo patria: solo misiones.
La primera fue en Budapest. Le dieron un nombre, una dirección y un objetivo: interceptar a un banquero suizo que lavaba fondos de una red de tráfico de armas. Era joven, inexperta, y, sin embargo, logró lo que otros agentes más antiguos no habían podido: acercarse sin despertar sospechas, obtener la contraseña de una cuenta cifrada y desaparecer antes de que nadie pudiera rastrear su acento o sus huellas. Desde entonces, su expediente fue marcado con una sigla que aparecía rara vez: “utilizable en operaciones sensibles”.
Su objetivo en Buenos Aires: Mario Juncal, comisario de la Policía Federal Argentina, con oficina en Retiro y vínculos sólidos con una red de narcotráfico que unía Rosario con Buenos Aires, cruzaba a México y llegaba a Canadá. Una pieza intermedia, útil, que debía ser removida sin ruido ni dramatismo.
Juncal había empezado patrullando en Constitución, de noche, en días donde ni Dios se animaba a bajar del patrullero. No era especialmente brillante, pero sabía cuándo callar y a quién obedecer. Con el tiempo, aprendió a moverse sin levantar polvo. Se vestía con cierto descuido, como si el uniforme fuera apenas un trámite, pero conocía cada pasillo del Ministerio y cada cumpleaños que había que saludar. Así fue trepando. No por méritos, sino porque era funcional: un engranaje confiable en una maquinaria que prefería no hacerse preguntas. Cuando lo ascendieron a comisario, ya no necesitaba pedir favores: los favores lo buscaban a él. Fue entonces cuando empezó a recibir los primeros sobres. Al principio, eran discretos. Después, se volvieron costumbre. Terminó siendo un tipo necesario para mantener la estructura en equilibrio, alguien que no figuraba en los titulares, pero sin el cual nada fluía.
La primera noche, Ámbar caminó descalza por su habitación de hotel, un cinco estrellas con vista a la ciudad. Repasó cada línea del informe como si relevara un campo de batalla. Había una cadencia silenciosa en sus pasos: el modo en que el piso le devolvía certeza. Miró el mapa del puerto. Releyó varias veces los apellidos anotados en su libreta. Memorizó los hábitos de Juncal: los lugares que frecuentaba, las marcas de whisky que prefería, con quién hablaba al final del día. Había algo predecible en él que le provocaba un leve fastidio. Sabía que, si jugaba bien sus cartas, caería rápido.
Lo encontró en un restaurante de Puerto Madero. Se sentó a unas mesas de distancia, luciendo un vestido que parecía hecho a medida para la escena. Era elegante, sugerente, sin una gota de vulgaridad. Cuando él la miró, ella ya lo estaba mirando desde antes. La conversación fue lenta, medida. Ella no se acercó, no insinuó nada. Bastó con responder una pregunta sobre el vino, sonreír como si no esperara nada. Él se sintió cazador. No supo nunca que era la presa.
—Si alguna vez querés ver Buenos Aires desde arriba, tengo una vista en Retiro que no tiene nada que envidiarle a este lugar —dijo él, seguro de sí mismo.
Ámbar no dijo que sí. Tampoco dijo que no. Dejó flotar una sonrisa. Él interpretó lo que quiso.
La noche siguiente cruzó la puerta de la oficina. Séptimo piso. Vista al puerto. Los ventanales abiertos dejaban entrar un aire pesado, con aroma a río y gasoil. Ella caminó hacia el vidrio, sabiendo que estaba siendo observada. Él se relamía desde el sillón, convencido de haber ganado.
—No suelen venir mujeres tan elegantes a ver a un tipo como yo —dijo, mientras abría una botella de whisky importado.
Ámbar no respondió. Levantó el vaso y bebió un sorbo. El vestido rojo se pegaba a su cuerpo con la naturalidad de una segunda piel. Los tacos altos acentuaban aún más su figura. Él no apartaba los ojos.
—Eso que ves allá —señaló Juncal con el vaso— son los contenedores que vienen de Rosario. Un desorden hermoso. Todo pasa por ahí. Y si no pasa, se hace pasar.
Ella mantuvo el gesto neutro. Lo escuchaba con atención clínica. Cada frase era un ladrillo más en la construcción de su propia ruina.
—Acá no es cuestión de ser bueno o malo —seguía él—. Es cuestión de entender cómo funciona el sistema. Si sos parte, vivís. Si no, desaparecés. Vos debés saberlo. Me imagino que trabajás con gente importante.
—Lo justo —dijo Ámbar, con una suavidad que lo descolocó.
El micrófono oculto entre las costuras de su vestido captaba cada palabra. Las confesiones de Juncal se acumulaban como evidencia pura: nombres, cifras, fechas. Había mencionado los camiones disfrazados de transporte legal, hablado de jueces arreglados, favores cruzados y cómo un movimiento en la Aduana podía multiplicar las ganancias en minutos. Él creía estar impresionándola. No veía cómo se iba enredando solo.
La conversación se volvió más íntima. El whisky ayudó. Él le rozó el brazo. Ella no se movió. La besó. Ella correspondió con una frialdad exacta. Sabía que esa escena tenía un objetivo: obtener la última confesión. El acto fue rápido y desagradable. Juncal jadeaba como si creyera estar protagonizando una conquista. Ámbar pensaba en otra cosa: en Siria, en Moscú, en los ojos apagados de un embajador muerto en su cama.
Él terminó. Ella se incorporó sin decir palabra, alisó su vestido, recogió su pelo con un gesto preciso.
—Mañana podríamos vernos en otro lugar —dijo él—. Tengo una suite en el Panamericano, con todo preparado.
Ella asintió, con una sonrisa apenas dibujada.
—¿A qué hora te parece...?
Él propuso un horario. Ella no respondió. Caminó hasta la puerta sin mirar atrás. Afuera, la ciudad brillaba con luces mortecinas. Subió al auto que la esperaba y, antes de cerrar la puerta, pulsó el botón que enviaba la grabación completa al servidor de Langley.
Al día siguiente, antes del mediodía, Juncal se encontró con un viejo amigo en un bar del microcentro. Pidieron café, pero él no pudo evitar jactarse:
—¿Viste la rubia del otro día? No sabés lo que fue. Nivel internacional, hermano. A veces el destino te tira una flor así de la nada.
—¿Y? —preguntó el otro, levantando las cejas.
—Cayó solita. Le mostré la oficina, el puerto, un par de verdades... cayó redonda. Y esta tarde... el Panamericano.
Su amigo se rió. Juncal también. Pensó que el mundo estaba de su lado. No sabía que la cuenta regresiva ya había empezado.
Al atardecer, Mario Juncal fue arrestado en la suite del hotel, con bata de seda y un vaso de whisky en la mano. No opuso resistencia. En la televisión, el noticiero anunciaba: “Golpe a una red de narcotráfico con vínculos internacionales”.
A esa hora, Ámbar, que ya había cruzado en ferry al Uruguay, tomaba un espresso en el aeropuerto de Carrasco. Tenía otro nombre, otro pasaporte, otro destino. Lisboa, probablemente. Tal vez París. Pero el mismo gesto sereno, inalterable, como si todo esto ya hubiera ocurrido antes.
Marcelo Rivero
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