Educación, memoria y cultura: el verdadero problema argentino
“Los pueblos que olvidan su historia se condenan a repetirla, pero los pueblos que aceptan que se la escriban sus enemigos, se condenan a no entenderla nunca.”
— Arturo Jauretche
En la Argentina contemporánea, abundan los diagnósticos que señalan a la política y al sistema judicial como los principales males del país. Y si bien hay argumentos que respaldan esa percepción —con poderes que muchas veces parecen más ocupados en sus disputas internas que en el bienestar colectivo—, el problema de fondo no está ahí. O al menos, no comienza ni termina ahí. El problema argentino es, ante todo, cultural. Y no en el sentido elitista del término, no como sinónimo de lo “culto” o lo “intelectual”, sino en su acepción más profunda: lo cultural como conjunto de prácticas, ideas, valores, narrativas, silencios y hábitos que dan forma a una sociedad.
No puede ser que el bombardeo a Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955 —el primer atentado aéreo contra población civil en el continente, con más de 300 muertos— no figure en los manuales escolares ni en las efemérides oficiales. No puede ser que un hecho tan grave se borre o se minimice en nombre de una supuesta reconciliación, mientras seguimos construyendo sentido común sobre omisiones y tergiversaciones.
Es parte del mismo fenómeno por el cual se acepta que solo un sector político —en especial el peronismo— sea objeto constante de investigaciones judiciales, mientras otros parecen inmunes al escrutinio, como si la corrupción tuviera color partidario. La condena a Cristina Fernández de Kirchner, dictada por un tribunal que ya la había juzgado en los medios antes que en sede judicial, fue celebrada por periodistas sin disimulo, incluso con brindis de champán en horario prime time. Una escena que sintetiza la farsa: acusadores sin pruebas, comunicadores devenidos fiscales, y un aparato judicial permeado por intereses políticos y mediáticos.
Tampoco puede naturalizarse que se pida cárcel o bala para quien piensa distinto, sin que los fiscales actúen de oficio. Que se aplauda el odio, que se aliente la persecución ideológica, que se niegue la historia. La reivindicación de Jorge Rafael Videla por parte de ciertos comunicadores, dirigentes y referentes de opinión pública no es un desliz: es una señal. Tan peligrosa como el negacionismo activo que busca minimizar, relativizar o directamente negar el terrorismo de Estado y la existencia de los 30.000 desaparecidos. Ese discurso no viene solo de los márgenes: lo sostiene buena parte del poder real, con el respaldo de los grandes medios y un sector, nada menor, de la sociedad.
Lo más grave no es sólo que todo esto ocurra, sino que ocurra sin consecuencias políticas, judiciales ni sociales. La impunidad no es solo la del corrupto: también es la de quienes instalan el desprecio como norma, la mentira como recurso y la crueldad como bandera. Frente a eso, no alcanza con repetir lugares comunes sobre la “convivencia democrática” o el “diálogo”. El amor no vence al odio: al odio se lo combate luchando, con firmeza, con verdad, con justicia. El amor hay que dejarlo para nuestros seres queridos. A quienes nos odian —y buscan destruir lo colectivo— no se les responde con ternura, sino con repudio y con organización.
En ese contexto, resulta doloroso —pero no sorprendente— que tantos trabajadores, desocupados y sectores populares sean convencidos de que el gobierno que más les dio fue el más corrupto, y que aquel que les recorta derechos lo hace “por su bien” o “por el futuro”. No es una casualidad ni una paradoja inocente: es el resultado de una larga y persistente operación cultural que naturaliza la desigualdad, que ridiculiza la solidaridad, que convierte el privilegio en mérito y el ajuste en virtud.
Por eso, cuando se habla de educación como solución, no alcanza con más computadoras o con mayor presupuesto —aunque eso también haga falta—. La verdadera tarea es más compleja y más urgente: reconstruir una cultura democrática, crítica, solidaria. Una cultura que no tema a la memoria, que no demonice la política, que no niegue la historia. Que no repita que “somos un país fallido”, sino que entienda por qué llegamos a este punto y qué intereses se benefician cuando se nos convence de que no hay salida.
Porque sí la hay. Pero requiere, antes que nada, cambiar el sentido común. Y eso no lo logra ni un juez ni un presidente. Lo logra, a largo plazo, una sociedad que se anime a repensarse.
Marcelo Rivero
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