Sin rebeldía: El peronismo frente a la provocación y la estrategia del repliegue
Hay algo que se juega en estos gestos: la forma en que el peronismo interpreta su lugar en la historia. ¿Es un movimiento que resiste desde la institucionalidad y la templanza? ¿O sigue siendo el hecho maldito del país burgués, el que desborda, el que asusta, el que no pide permiso?
Por Marcelo Rivero
El peronismo, históricamente un movimiento de masas, de irrupciones sorpresivas, de ocupaciones inesperadas y desbordes populares, parece hoy atrapado en una lógica defensiva. Ha perdido, o al menos postergado, su rebeldía. Aunque sigue movilizando cientos de miles de personas —como este 18 de junio, con una plaza desbordada en apoyo a Cristina Fernández de Kirchner— su tono es más el del ruego que el del rugido. Se marcha, se canta, se recuerda, se defiende. Pero ya no se irrumpe.
El caso más reciente es revelador: ante la provocación explícita de Patricia Bullrich, que en la madrugada del 20 de junio montó un operativo policial frente al domicilio de CFK sin orden judicial, el peronismo respondió con cautela. La propia expresidenta, con su habitual lucidez estratégica pero también con un dejo de resignación, pidió a los militantes que no se acercaran a su casa y que trasladaran el acto al Parque Lezama. Lo hizo invocando la necesidad de no caer en la trampa de la “Señora Violencia”, como bautizó a la ministra.
Es comprensible: cualquier incidente podía haber sido funcional al gobierno de Milei, que busca demonizar a la militancia popular y necesita desesperadamente desviar la atención del derrumbe económico y social. Los últimos datos de desocupación lo reflejan con crudeza: 9,7% en el Conurbano Bonaerense, 9,2% en Córdoba. Cifras que evocan las peores etapas del neoliberalismo argentino.
Pero la pregunta que sobrevuela es más profunda: ¿hasta qué punto se puede construir una oposición popular efectiva sin voluntad de confrontación directa? ¿Hasta qué punto la prudencia estratégica no termina debilitando el músculo político que alguna vez hizo temblar estructuras?
Porque no se trata solo de evitar un escándalo mediático o una represión televisada. Se trata de sostener una identidad política que no nació para retirarse ordenadamente a un parque, por más hermoso y peronista que sea. La Plaza de Mayo, incluso cuando fue vaciada simbólicamente por los medios y vallada por las fuerzas de seguridad, siempre fue el territorio natural del movimiento. Ceder ese espacio —y no hablo solo del espacio físico— implica ceder también parte del impulso vital que lo definió durante décadas.
Hay algo que se juega en estos gestos: la forma en que el peronismo interpreta su lugar en la historia. ¿Es un movimiento que resiste desde la institucionalidad y la templanza? ¿O sigue siendo el hecho maldito del país burgués, el que desborda, el que asusta, el que no pide permiso?
No se trata de volver al peronismo insurreccional de los años setenta. Pero tampoco de quedarse en una nostalgia litúrgica donde las canciones tapan la falta de audacia. La derecha no tiene pudor en avanzar con todas sus herramientas: judiciales, mediáticas, policiales. Y lo hace sin pedir disculpas. El peronismo, en cambio, parece estar explicando sus actos antes de realizarlos, anticipando sus pasos como quien camina en terreno enemigo. Pero ¿qué terreno no es hoy enemigo para los sectores populares?
La militancia sigue ahí. Firme, leal, apasionada. Pero desarmada simbólicamente. Y no por falta de coraje, sino por indicación política. La rebeldía fue domesticada. Y con ella, también, el riesgo de convertirse en un dispositivo meramente testimonial.
La gran pregunta no es si hay que ser prudentes. La gran pregunta es: ¿cuánto más puede resistir un movimiento nacido del desborde, sin volver a desbordar?
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