No hablamos de amor
Me desperté y ella estaba ahí, hermosa, desnuda. No sabía cómo se llamaba. Creo que ella tampoco sabía mi nombre. La cama todavía me daba vueltas, o tal vez era el mundo el que giraba un poco rápido. Tenía esa sensación de caída en espiral, como si me estuviera hundiendo en algo que ya venía hundiéndose desde antes de dormirme.
Me levanté con cuidado, como si caminara descalzo sobre brasas ardientes. Fui al baño a mear, me lavé la cara, me miré un segundo en el espejo y no vi nada nuevo. Apenas los ojos irritados y esa liviandad peligrosa de no recordar nada de la noche anterior. Me sequé rápido. Volví al cuarto en silencio, como si no quisiera despertarla, o temiendo que al hacerlo todo lo demás se viniera abajo.
Ella seguía ahí. Tendida de costado. Una pierna apenas doblada. La sábana corrida a la altura de la cadera. Un lunar cerca del ombligo. El pelo revuelto como una tormenta en pausa. Era hermosa, sí. Pero no una belleza de revista. Hermosa como esas cosas que no se pueden mirar demasiado tiempo sin que algo se rompa adentro: ligera, natural, real.
Me senté al borde de la cama. Cerré los ojos. Una voz adentro —una de esas que uno no sabe si piensa o escucha— empezó a repetir:
—No abras los ojos. No los abras. Todavía no.
La voz era suave, pero firme. No era mi voz. O tal vez sí, pero más cansada. Más vieja.
—Si los abrís, vas a ver lo que hiciste.
—No fue a propósito —quise responder—. No fue del todo consciente.
—Eso no importa —dijo la voz—. Hay errores que uno comete sin querer, pero eso no los borra. Lo hecho pesa igual.
Me quedé inmóvil. Con los ojos cerrados. Como si pudiera quedarme ahí, suspendido en ese umbral entre no saber y saber. Como si bastara con no mirar para que las cuentas no se cobren nunca.
—Dormite —insistió la voz—. Dejá que esto se disuelva. Pero sabé que hay hechos que no se evaporan. Tarde o temprano vuelven. Las malas decisiones también dejan huella. Aunque nadie lo note. Aunque nadie las nombre.
Creo que dormí. No sé cuánto. Pero fue un sueño espeso, sin imágenes. Como si el cuerpo se apagara pero la culpa siguiera despierta. Como si una parte de mí no hubiera dormido nunca, girando en espiral, descendiendo lento hacia las penumbras del infierno, cara a cara con lo que me negaba a recordar.
Volví a abrir los ojos. Ella seguía ahí.
El gusto a vodka con naranja todavía me raspaba la garganta. Siempre lo mismo: los primeros vasos entraban como agua. Después se volvían filosos, como si me rayaran el hígado desde adentro. Pinchazos. Tajos. Algo químico intentando borrar lo imborrable.
Llevaba unas semanas golpeando la puerta del Club de los 27, pero no me dejaban entrar por deber las últimas cuotas. Tampoco me faltaba tanto para ser uno de sus socios anónimos. Seguía insistiendo. Estaba cerca. Muy cerca.
Y entonces me vino a la cabeza una escena que no supe si era con ella o con otra, de esa noche o de alguna parecida. Caminábamos por la ciudad a los besos, casi sin hablar, como si no nos alcanzara el cuerpo, como si nuestros labios tuvieran fecha de vencimiento. Apurados. Torpes. Riéndonos de cualquier cosa. Y de pronto, no sé bien por qué —o sí: por rabia, por impulso, por puro exceso—, agarré una piedra y la arrojé contra la vidriera de un local vacío. Estalló con un sonido seco. Ella gritó, estruendosa, y reímos a carcajadas. Justo después, como en una película mal editada, sonó una sirena policial. Lejana. Ambigua. Nos miramos. Corrimos media cuadra. No era miedo. Era un vértigo invisible, la urgencia de un tiempo que ya no nos esperaba, la necesidad de escapar sin saber bien de qué ni hacia dónde.
Cruzamos una avenida poco iluminada como si el mundo siguiera acelerando y estuviera por atropellarnos. O como si no hubiera nada más impostergable que llegar a donde íbamos. Aunque no supiéramos bien a dónde. El paraíso, a esas horas, siempre está cerrado para las almas perdidas.
El cuarto todavía olía a ceniza, a transpiración seca, a desodorante de ambiente barato. Afuera ya era de día. Adentro seguía siendo anoche. Mis ojos veían poco. No por la luz tenue ni por las persianas, sino por eso que arde en silencio y nubla.
Ella despertó. Me miró como si ya supiera todo. O como si no le importara nada.
—Soñé que vos eras Bowie y yo Madonna —dijo—. No sé por qué.
Me reí. Había algo tierno en esa imagen. Bowie y Madonna, después del apocalipsis, despertando desnudos en una pieza alquilada.
—¿Y qué hacíamos? —pregunté.
—Nada. Dormíamos —dijo, y se acomodó el pelo con gesto de actriz recién nominada a los Martín Fierro, terna revelación.
Nos miramos un rato más. Y ahí entendí —o entendimos— que éramos iguales. Hijos de clase media venida a menos, buscando algo que no sabíamos nombrar. Acción, distracción, vértigo… lo que fuera.
No hablamos de amor. No hacía falta. El amor era una palabra que nos quedaba demasiado grande. O le quedaba lejos a la noche. Lo mencionamos en broma. Nosotros, veinte años después: una casa, una suegra, deudas, hijos. Nos reímos. Se nos pasó rápido.
A veces una noche es mejor que una vida —pensé—.
Una noche sin promesas. Sin compromisos. Sin división de bienes. Como un intruso en una celebración ajena: un bocado, un sorbo, y el adiós antes de que alguien note la intromisión.
Ella volvió a recostarse. Yo encendí el último cigarrillo que me quedaba. Fumé mirando el techo, que tenía una mancha de humedad con forma de pez o de continente erosionado. No sé si volvió a dormirse o simulaba. No me importó. Me dieron ganas de besarla otra vez y decirle que ojalá se llevara un buen recuerdo de mí.
Pero no hice ni dije nada. Me vesti con calma y me fui.
Marcelo Rivero


Comentarios
Publicar un comentario