"Plomo"



  Mucho antes de que alguien los llamara fichines, nosotros los conocíamos como juegos electrónicos o, simplemente, jueguitos. Eran esas primeras máquinas llenas de luces y de sonidos —a veces ensordecedores— que aparecieron en el club del barrio. Después, de a poco, algunos vecinos empezaron a abrir sus garajes y a meter ahí esas máquinas eléctricas que nos volvían locos, que nos quitaban el sueño.

En esos garajes convertidos en salas de juego no podían faltar los flippers o pinballs, el Pac-Man, el Street Fighter y algunos otros. También estaba el metegol. Aunque no tuviera luces ni sonidos, lo jugábamos igual, con las mismas ganas, quizás por esa competencia simple que uno saca cuando es chico, y también por la cercanía con el fútbol, que era lo poco que teníamos. Con una sola pelota alcanzaba para divertirnos todos los pibes del barrio.


En La Plata había una sala de videojuegos que para nosotros era casi un mundo aparte: Texas, en la esquina de 8 y 51. Estaba llena de esas máquinas, las mejores que existían en el país —o al menos eso pensábamos nosotros—, y al llegar allí era como estar en Las Vegas. Pero no siempre se podía. A veces una tía generosa nos llevaba una o dos veces al año al cine y, de pasada, nos acercaba hasta Texas. Otras veces, si nuestros padres cobraban el aguinaldo, aparecía la oportunidad. Yo no lo sabía entonces, pero a mediados de los años 80 la situación económica era muy difícil. Veníamos de la oscuridad de la dictadura, y en nuestro barrio recién estaban colocando los primeros faroles que iluminaban las calles, muchas de ellas apenas mejoradas y muy pocas asfaltadas.

Al mismo tiempo, el barrio estaba cambiando en otras cosas. Todas las casas —quizás en toda la Argentina también— tenían cañerías de plomo para el agua potable. Esos caños comenzaron a ser reemplazados por los de plástico, los clásicos caños negros. Con el tiempo vendrían otros cambios en el sistema de agua potable, pero en aquel momento se quitaban las viejas cañerías para poner las nuevas, que mejoraban el caudal y, además, no envenenaban lentamente nuestro organismo.

En aquellos años no existían, como ahora, los bidones de agua ni los dispensers, y casi nadie acostumbraba a ir al almacén a comprar agua mineral. Con suerte, alguna gaseosa en los cumpleaños, en una fecha especial o en algún fin de semana en que a nuestros padres les sobraban unas monedas. Lo habitual era beber directamente de la canilla.

La mayoría de estos caños de plomo eran descartados por los propietarios o vendidos al botellero que pasaba con su carro tirado por un caballo, comprando, obviamente, botellas, y también chapas viejas, heladeras y lavarropas en desuso, o lo que fuera que les sirviera para llevar a las casas de compra y venta y ganar algún dinero con todo aquello. Nosotros, los chicos del barrio, precavidos, juntamos algunos de estos caños de plomo y empezamos a derretirlos para utilizarlos como fichas en los juegos electrónicos. Pipo, Keko, mi hermano y yo, después de algunos intentos fallidos, logramos construir un molde de madera donde vertíamos el plomo derretido; de esa manera fabricábamos nuestras propias fichas y así conseguíamos jugar gratis cada tarde.


—Dale, Keko, echá el plomo antes de que se endurezca —apuró Pipo. Mientras, mi hermano agregaba unas ramas secas para avivar el fuego, donde apoyábamos la vieja olla de hierro fundido en la que derretíamos el plomo. Por mi parte, cortaba con una tenaza pedazos de los caños y observaba, orgulloso, cómo aumentaba nuestra producción de fichas.

Antes de eso, habíamos aprendido de algunos de los chicos mayores del barrio que con una pequeña maderita se podía trabar la palanca del metegol y las pelotitas seguían saliendo, siempre y cuando el dueño del lugar, en este caso el encargado del club, no lo notara. Jugábamos, pero uno siempre debía estar atento: si venía el encargado, había que sacar la maderita para que no se descubriera la trampa. El metegol consta de siete pelotitas, entonces siempre hay ganador; al ser un número impar nunca se da un empate. Pero en estos casos, con la traba puesta, el partido se volvía casi infinito, porque las pelotitas seguían apareciendo.

También había quienes ataban un hilo a una ficha y así lograban sacarle a las máquinas como veinte o treinta partidas gratis. No era posible hacerlo en todas; funcionaba sobre todo en los flippers. Había dos o tres pibes que sabían cómo hacerlo, pero ese artilugio no era tan fácil de conseguir.

—A la tarde vamos a lo de la vieja, a la vuelta de la escuela. Ahí casi no nos conocen —propuse—, y después a alguna casa que nos quede de pasada.

—Che, me preguntó Martín, el pibe que juega al básquet conmigo —agregó Pipo—, si le podemos vender diez fichas.

—Vendéselas por la mitad —sugirió mi hermano— y con eso nos compramos una Coca.

—¡El negocio no para! —gritó Keko, y todos reímos.

Apagamos el fuego, escondimos la olla atrás de un árbol y nos fuimos del baldío con los bolsillos repletos de fichas.

Así como había que tener cuidado para no ser atrapados con esas trampas del metegol y del hilo, tampoco podíamos ir todos los días al mismo lugar con nuestras fichas, porque tarde o temprano nos iban a descubrir. Cuando abrían las máquinas para ver la recaudación, seguramente encontraban las fichas de plomo que habíamos fabricado. Por eso tomamos la precaución de ir rotando de casas. Éramos un poco como esos ladrones que uno ve en la tele o escucha en la radio: nunca actúan en su propio vecindario, porque respetan su territorio. Nosotros primero las habíamos probado en nuestro barrio, pero después de esas pruebas piloto decidimos trasladarnos unas cuadras más lejos: ir de vez en cuando, una vez a uno, otra vez a otro, para no ser descubiertos.

Una tarde, después de venderle fichas a Martín y a otros pibes, decidimos con Pipo, Keko, mi hermano y yo ir hasta La Plata, los cuatro en el micro 275. Nos bajamos en Plaza San Martín y caminamos hasta 8 y 51. Texas, para nosotros la mejor sala de juegos del mundo. Llevábamos los bolsillos llenos de nuestras fichas, las que fabricábamos, las que habían salido de aquellos viejos caños de plomo. Por supuesto, dos de nosotros compramos algunas fichas verdaderas para disimular, pero se nos fue la mano.

El encargado notó que llevábamos demasiado tiempo jugando sin volver a comprar. Entonces llamó a la policía y, unos minutos después, llegó un patrullero. Nosotros, con 11 o 12 años, no sabíamos qué hacer: queríamos salir corriendo, pero a la vez quedábamos petrificados. Temíamos ser detenidos y las pruebas de nuestro “delito” estaban allí, en nuestros bolsillos y en todas las máquinas de Texas.

Apenas había pasado un año y medio o dos desde la recuperación de la democracia, y todavía continuaban esas malas y peligrosas prácticas de la dictadura. Nuestros primos mayores, sus amigos y conocidos, nos contaban que cuando iban al boliche a bailar o a un recital ocurrían razias y se los llevaban detenidos. Nosotros, mudos y temerosos, mirábamos sin poder reaccionar.

Un policía bajó del patrullero, conversó unos instantes con el encargado del local y, luego de eso, simplemente nos pidió que nos retiráramos. Pero con una dura advertencia: “Nunca más los quiero ver por acá”. Y así fue que los cuatro salimos corriendo en dirección a Plaza San Martín, tomamos el micro de regreso a nuestras casas, todavía temblando de miedo, aunque la risa nos ganaba. Desde entonces, nunca más regresamos a Texas ni volvimos a fabricar fichas de plomo.

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