"Barra libre"


  No sé cómo llegué hasta acá. Al bajar del taxi, el conductor me dijo que el viaje estaba pago. Buena suerte, pensé. A esta altura del mes, el bolsillo viene flaco. Tal vez fue un error, o una broma de alguien. Entro a una fiesta a la que nadie me invitó; me reciben como a una celebridad. ¿Lo soy? No creo. En el escenario, una banda de pop toca canciones que parecen dirigidas a mí.

"Esta noche es hora de que pienses en cambiar, el tiempo pasa pronto y todo tiene su final", vocifera el cantante, mientras las luces pasan de rojo a verde y la bola de espejos en el centro del salón gira parsimoniosamente, lanzando destellos a cada rincón.


Descubro que no hay mesas. Hay cuatro puestos de comida: Sushi, tostadas con salmón y palta, fingers de pollo crujientes y sanguches de miga. No tengo hambre, pero algo hay que comer si voy a beber. Esa es una regla que siempre cumplo. Los mozos bandejean otros bocados y también ofrecen copas de champán.

La barra libre brilla como un espejismo en el desierto de la noche. Yo estoy preso de un adiós, de un knock out demoledor, de una fiebre de verano que el otoño no hizo más que agudizar.

Pido un trago, otro más. El hielo me quema la frente. Traigo el corazón congelado. No sé si quiero bailar o escapar hacia la ciudad, correr como potro desbocado, rebotar contra las paredes grises y chocar de frente con la realidad.

La pista vibra. Todos saltan, bailan, cantan el estribillo como si lo hubieran ensayado toda la semana. Yo los contemplo con el vaso en la mano. Marco el ritmo con el pie, pero estoy en otra frecuencia, en otra esquina del universo.

Miro el celular: las 3 y cuarto. Más de diez mensajes sin leer. No los abro; ¿para qué? ¿Qué ganaría leyéndolos a estas horas, cuando todo parece perdido? Pido otro trago. —¿Aperol? —me pregunta el bartender, de acento venezolano o colombiano. No sé qué será, pero lo acepto.

—¿Está bueno? —me pregunta una rubia de vestido rojo, ceñido al cuerpo, con más curvas que el circuito de Nürburgring.

—Sí… no tanto como vos, pero está bueno —digo, tomando otro sorbo. Sonríe. No me ilusiono; debe estar acompañada, pienso. Y no me equivoco: un grandote la toma de la mano y la lleva de nuevo a la pista.


Alguien irrumpe en el escenario. Los músicos hacen una pausa; el baterista engulle una hamburguesa que le acerca uno de los mozos, y el cantante toma un trago de cerveza.

—Bienvenidos, y gracias por estar presentes en la fiesta de 40 de Remigio —dice el supuesto anfitrión.

¿Remigio? me pregunto. Jamás había escuchado ese nombre. Todos aplauden y el homenajeado agradece juntando las palmas y bajando la cabeza. Su esposa, emocionada, lo besa.

—¡Que siga la fiesta! —grita el guitarrista, y la música vuelve a sonar.

¿Remigio? me pregunto otra vez.

Intento ir al baño, pero me rodean. Algunos me abrazan como si me conocieran de siempre. Me saludan, me piden una foto. No sé quiénes son, pero asiento, me acomodo la corbata, sonrío y los abrazo. Hay barra libre, y esta noche a todo digo que sí.

La música no se detiene; suena reiterativa, pero funciona, divierte. Gritos, risas, palmas se mezclan en el aire. Me dejo llevar como rama seca en la corriente, no por entusiasmo, sino porque ya no tengo fuerzas para resistir la tentación.

"Pasa, pasa, pasa, pásame un vaso más, volvamos caminando pero elijamos el lugar…"

La borrachera no ayuda a olvidar, pero por un instante me pone feliz, o algo parecido. La banda sigue tocando, y yo me pierdo entre caras y cuerpos que no reconozco. Me sumo a un trencito: vamos, venimos, giramos sin rumbo. En el amontonamiento tropiezo, me choco con Remigio, lo abrazo y lo felicito.

—¿Y a vos quién te conoce? —me dice despectivamente, llamando al personal de seguridad. 

Una vez afuera del salón, veo a la rubia del vestido rojo fumando, sola. Arroja el cigarrillo, lo aplasta con la suela de sus tacos altos, para un taxi y me dice:

—¿Vamos?

¿Y cómo podría decirle que no?

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