"Siete minutos"

 

  Cerca de las nueve y media de la mañana, justo después de que el Louvre abriera sus puertas al público, el guardia del ala Denon escuchó un ruido que no supo identificar. Pensó en una bandeja metálica, en una escalera, quizá en uno de esos carritos que usan los técnicos de conservación para mover los marcos. No imaginó que era el sonido de un montacargas elevando a tres hombres encapuchados hasta la ventana norte de la Galería Apolo, donde Napoleón —o lo que quedaba de su gloria— brillaba bajo las luces LED.

“En la guerra, como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca”, había escrito el propio Bonaparte, y aquella frase —repetida en voz baja por el que llevaba el reloj digital— funcionaba como un lema para el grupo. No eran improvisados. Habían pasado dos semanas disfrazados de turistas, midiendo ángulos, tiempos de ronda, la velocidad de las cámaras giratorias. Uno de ellos incluso había comprado una entrada para una visita guiada en la que el guía explicaba con entusiasmo que el diamante Régent había sido encontrado en India y comprado por el duque de Orleans en 1717. 

El Régent seguía en su lugar. Intacto. Brillando como si supiera algo. Los ladrones sabían que no debían tocarlo: no por su peso, sino por su historia. “Demasiada luz llama la atención”, había dicho el jefe, François. Lo que buscaban era otra cosa: las piezas menores, aquellas que el público pasaba de largo sin advertir que eran parte del mismo sueño imperial. Joyas que Napoleón mandó forjar para Josefina y que, tras su divorcio, quedaron encerradas en el silencio de una vitrina.

El golpe duró siete minutos. Siete minutos exactos. Los ladrones se apoderaron de nueve joyas de “valor inestimable”, en palabras del ministro del Interior. Las autoridades aún desconocían el valor real del botín, aunque temían que pudiera ser reducido a lingotes, como había ocurrido con el oro robado en el Museo de Historia Natural un mes antes.

Después, las motos rugieron como bestias de otro siglo en las callejuelas húmedas de París, mientras las sirenas comenzaban a oírse desde el Sena.

Una testigo, una mujer de pelo gris y bufanda roja, juró haber visto caer algo desde una de las bolsas: un destello verde, una corona brillante, rota al golpear el empedrado.

Al mediodía, París, y el mundo entero sabían del robo.

El Louvre —esa fortaleza que había resistido guerras, emperadores y turistas— cerró sus puertas por primera vez en muchos años. Afuera, la policía levantó un cerco metálico; los turistas miraban sus tickets como si esperaran un reembolso imposible, y los vendedores de souvenirs aprovechaban la confusión para vender miniaturas de la Gioconda con un diez por ciento de descuento.

Dentro del museo, el inspector a cargo de la investigación caminaba con las manos en los bolsillos, observando las huellas de guantes en el vidrio roto de la Galería Apolo. Era un hombre delgado, con una calma que irritaba a los demás. Había trabajado en casos de arte robado antes, pero ninguno en el corazón del Louvre.

“Esto no es un robo —dijo, sin levantar la voz—. Es una conversación con la historia.”

A su lado, una joven agente de la Policía Judicial anotaba todo lo que decía, aunque no entendía qué quería decir con eso.

—Nada es casual en un robo de siete minutos —afirmó el inspector —. Napoleón decía que la victoria pertenece al más perseverante. Pero esto… esto no fue perseverancia. Fue conocimiento.

El personal del museo desfilaba frente a los investigadores. Conservadores, técnicos, curadores. Todos con cara de incredulidad y cierto pudor, como si la vergüenza de haber sido asaltados fuera también una afrenta cultural.

El subdirector, un hombre de corbata granate y rostro pálido, hablaba de protocolos de seguridad, de alarmas que “funcionaron dentro de lo previsto”. Nadie lo creía.

Sin embargo, había algo que no encajaba: el vidrio no se había roto por impacto directo, sino por presión interna. “Demasiado limpio”, dijo el inspector. Los ladrones habían usado una herramienta que no aparecía en los manuales.

En el transcurso de la tarde, el Ministerio del Interior difundió un comunicado oficial:

“El operativo fue de una precisión profesional. La hipótesis principal es que se trató de un grupo con experiencia en robos de arte y acceso previo a información técnica del museo.”

Lo que el comunicado no decía —y que el inspector ya sospechaba— era que la información no había salido de ningún sistema informático. Había salido de alguien que conocía los pasillos, las alarmas, los horarios del Louvre desde adentro.

Alguien que podía citar a Napoleón en voz baja y caminar entre vitrinas sin que las cámaras lo notaran.

París era una ciudad demasiado grande como para esconder a tres hombres, pero demasiado vieja como para delatarlos rápido. El ruido del Louvre seguía en sus oídos cuando cruzaron el Pont Neuf. Tomaron direcciones distintas. En menos de una hora, los tres estaban bajo tierra, mezclados con el tránsito de los subtes y el olor a humedad de los túneles.

François, el jefe de la banda, fue el primero en llegar al departamento. Un cuarto piso con cortinas oscuras, muebles viejos y una heladera vacía. Era un refugio de tránsito, alquilado a nombre de una mujer inexistente. Encendió un cigarrillo y dejó el botín sobre la mesa: ocho piezas del pasado imperial, envueltas en trapos blancos de algodón.

A los pocos minutos llegó Luc, el más joven, con el casco todavía puesto. Tenía las manos temblorosas y una herida en el brazo que no recordaba haberse hecho.

—¿Nos siguieron?

—No. Pero tardaste —dijo François, sin mirarlo.

El último en llegar fue Henri. Había cambiado de ropa, escondido la moto en un depósito abandonado y quemado el resto. No hablaba casi nunca; su única frase fue:

—¿Alguien nos habrá visto?

—¿Quién? —preguntó François.

—No lo sé —dijo Henri—. Solo pregunto… ¿Alguien que no debería haber estado allí?

Nadie respondió. En la cocina había una radio vieja que todavía funcionaba. La encendieron. La voz de una periodista hablaba de “un robo sin precedentes en la Galería Apolo”, y de una “joya rota hallada en las afueras del museo”.

Luc miró la mesa.

—La corona…

François asintió lentamente.

—Se cayó.

Nadie dijo nada más. El silencio pesó como una derrota.

Esa noche llovió sobre París.

Henri salió a buscar comida y volvió con hamburguesas y dos botellas de vino. Comieron sin hablar. Cada tanto, uno se asomaba a la ventana para mirar los autos que pasaban. En el reflejo del vidrio, las joyas parecían observarlos.

En la radio, un exministro de Cultura declaraba: “Esto no es un robo común, es un ataque a nuestra memoria”.

François rió. —La memoria se roba todos los días —dijo—. Sólo que nosotros lo hicimos con un plan.

Nadie respondió. El vino se había terminado.

A medianoche, Luc rompió el silencio:

—¿Y ahora?

—Esperar —contestó François—. Hasta que se enfríe el ruido.

—¿Y después?

—Después vendrán los que compran. Y los que traicionan.

Dos calles más allá, en una buhardilla, alguien observaba el edificio con un lente de larga distancia. Una mujer.

Había trabajado poco tiempo en el Louvre, aunque ya nadie la recordaba. Su nombre no figuraba en ningún registro policial. Alguna vez, fue restauradora y estudiosa de la orfebrería napoleónica. Se llamaba Camille. 

Sobre su escritorio había una copia de la planilla de seguridad del museo, con marcas hechas a lápiz en los horarios de guardia. En la pared, una frase escrita en tinta azul:

“El coraje no es tener fuerza para continuar; es continuar cuando no se tiene fuerza.” —Napoleón Bonaparte

Camille apagó la lámpara, guardó el lente y murmuró:

—Siete minutos… mis muchachos lo hicieron en siete minutos.

El sonido de la lluvia cubrió el resto.


Marcelo Rivero 

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